


Por Radhamés Mejía |
20 de Ene 2011 12:00 AM |
El contraste que Andrés Oppenheimer hace entre países exitosos en su inserción en la sociedad del conocimiento con países latinoamericanos que tienen dificultades para alcanzar este éxito, debe servir de reflexión al liderazgo educativo nacional. Un elemento de contraste pertinente a nuestra realidad es la humildad. Los países exitosos se caracterizan por reconocer, con humildad y con espíritu constructivo, sus dificultades y fracasos, y por considerar insuficientes los éxitos logrados; en nuestros países tendemos a ocultar nuestras dificultades y a sobredimensionar nuestros éxitos. Esto lleva a aquellos países a desarrollar una paranoia constructiva, es decir, una actitud de superación permanente; a nosotros nos conduce a la complacencia. En educación eso nos lleva a descalificar las evaluaciones internacionales en las que participamos, cuando no nos favorecen, considerándolas inadecuadas a nuestra realidad, o preferimos no participar en las mismas para no mostrar el estado real de nuestra situación. También nos conduce a descalificar toda observación crítica a nuestro quehacer, etiquetándola de pesimista. Preferimos regocijarnos con pequeños logros que no nos llevan lejos, a inquietarnos positivamente cuando otros logran avanzar más que nosotros. Los países que han tenido éxito se comparan a sí mismos con los que han avanzado más que ellos, sirviéndole esto de acicate para superarse; nosotros preferimos compararnos con los que vienen detrás de nosotros o con el pasado que hemos superado tímidamente y complacernos con una falsa ilusión de éxito. Mirarnos a nosotros mismos, a nuestro pasado y a lo que hacemos, sin considerar lo que están haciendo quienes nos rodean, es lo que el autor denomina ceguera periférica, en oposición a la visión periférica que caracteriza a los países exitosos. Éstos están en permanente estado de alerta, aprendiendo de lo que hacen los demás, aprovechándolo en su proceso de desarrollo. La ceguera periférica en ningún renglón es más perniciosa que en nuestro quehacer educativo, pero también, en ningún otro sector se manifiesta con más crudeza, pues lograr una sana integración de lo que ocurre en el ámbito internacional con la necesidad interna de promover la cohesión social y nuestra identidad cultural, objetivos estos esenciales de todo sistema educativo, requiere de parte del liderazgo educativo nacional mucha imaginación, capacidad y una gran dosis de paranoia constructiva. Un sistema educativo robusto desarrolla mecanismos de apropiación e integración del capital cultural que la humanidad desarrolla, en todos los rincones del mundo, sin perder por ello su identidad y su especificidad. Esta alquimia sociocultural es lo que hace del quehacer educativo uno de los más complejos y difíciles, pero a la vez lo hace más interesante y retador. El sistema educativo dominicano tiene todavía un gran camino por recorrer para superar la falta de humildad y la ceguera periférica que lo ha conducido en los últimos años a esfuerzos inauditos sin cosechar los frutos esperados; pues como dijo Richard Elmore, de la Universidad de Harvard, el problema en educación no es trabajar mucho, sino trabajar en las cosas pertinentes. ¡Basta ya de historias! Es hora de hacer lo que se debe en educación. Radhamés Mejía es educador rmejia@ciedhumano.org |
El pasado sábado 25 de diciembre de 2010, la alarma del automóvil estacionado en nuestra casa frente al Palacio Nacional empezó a sonar con estridencia. Acudimos de inmediato y encontramos que el cristal lateral trasero había sido destrozado por un impacto que provocó tremendo agujero de 20 centímetros de diámetro. Miramos a la redonda y sólo encontramos la presencia del centinela que prestaba servicio de vigilancia y protección a la sede del Poder Ejecutivo. El militar estaba situado a apenas diez pasos del automóvil que había sido vandalizado. Le preguntamos entonces quién había hecho el destrozo y respondió: “Yo no me doy cuenta.”
Al día siguiente, contraté un pintor para cubrir la verja frontal de mi residencia con color amarillo y un 4% en negro. Esa fue la forma que elegí para exigirle al Presidente de la República el cumplimiento de la ley 66-97 que establece un 4% del Producto Bruto Interno para la Educación pública. Todavía esperábamos que la pintura acrílica secara cuando hizo aparición un Capitán del Ejército Nacional adscrito al batallón de la Guardia Presidencial y dos vehículos militares. Asimismo, apareció un miembro del Departamento Nacional de Investigaciones (DNI) quien se dedicó a retratar el muro que pintábamos. Fue entonces cuando el oficial uniformado preguntó quién había ordenado aquello. Asumí la responsabilidad para entonces reclamar al oficial que se identificara. Respondió diciendo: “Capitán Martínez, señor”. A seguidas me convidó “a que conversáramos a la sombra”. Como no fui capaz de descodificar su extraña expresión, respondí que no le temía al sol. Dije entonces que podíamos conversar a la vista de todos en medio de la calle. Por casualidad, el periodista Bonaparte Gautreaux Piñeyro fue testigo de todo.
Por mi mente circulaba entonces la injustificable actitud del día anterior cuando destrozaron el cristal de uno de nuestros automóviles. La ruidosa alarma había inquietado a los vecinos, aunque no así al centinela ubicado frente a nuestro hogar. Ningún representante del Palacio Nacional intentó entonces investigar quién había vandalizado el vehículo. Sin embargo, desde que el centinela notó que surgía el color amarillo y un número 4 con el símbolo de porcentaje a su lado, la radiocomunicación de la Guardia Presidencial había informado que “algo anormal” sucedía. Alguien debe haber convocado al DNI, así como alguien más debe haber ordenado al capitán Martínez que se presentara ante los que osaban pintar allí una pared de amarillo con un 4% en negro. Difícil resulta imaginar siquiera que un oficial subalterno pueda tomar por su cuenta y riesgo la decisión de intervenir en una propiedad privada. Menos aún siendo aquella la residencia de un personaje público harto conocido por los miembros de la Guardia Presidencial que patrullan constantemente la zona.
El oficial militar informó que “Su Superior” consideraba que ese letrero no podía permitirse y que debía ser borrado por nosotros. Me tocó entonces recordarle que el régimen de propiedad privada que legalmente rige este país me otorga derecho pleno a pintar la casa del color que prefiera. Si le preocupaba el número 4, debía saber que ese ha sido el número asignado a nuestra residencia desde antes de que fuera inaugurado el Palacio Nacional en 1947. En cuanto a las dos bolitas y el palito usados para representar porcentajes, los había colocado allí porque en este país siempre hacen falta dos bolitas y un palito para advertirles a los aspirantes a tiranos que nuestro pueblo no les tiene miedo. Terminé mi corta perorata enfatizando que si “Su Superior” quería impedir que ese letrero permaneciera allí mientras la ilegalidad impere en este país, él mismo tendría que aprovisionarse de violencia y abusos, para intentar hacerlo.
Es momento para preguntar: ¿Por qué temen tanto los inquilinos del Palacio Nacional que se les enrostre su ilegalidad? ¿Les preocupa que el virus del respeto a las leyes se difunda y algún día el rigor de la Justicia pudiera llegar hasta ellos? ¿Se atemorizan ante la evidencia de que el mito de la invencibilidad del reeleccionismo es pura propaganda de los que ahora se enriquecen saqueando el erario?
Hoy, el pueblo acumula fuerzas con el 4% y se atreve cada día más. Mientras, la ilegalidad tiembla.